«Las cartas de Pedro Sainz Rodríguez [1897-1986], certeramente comentadas, en este libro, recorren la entera geografía política y cultural del siglo xx español. Constituyen el testimonio de uno de los hombres clave de la segunda Restauración, como Cánovas del Castillo lo fue de la primera. Leopoldo Calvo-Sotelo solía decir: «La política monárquica de don Juan en Estoril pasa por Pedro Sainz Rodríguez. Manda en el Consejo Privado, en el Secretariado Político y, sobre todo, en el propio Rey». Era verdad. El centro de decisión durante los largos años de política monárquica contra la dictadura de Franco fue Pedro Sainz Rodríguez.
El inolvidado personaje queda retratado en este libro, en el que no falta casi nadie. Unamuno, Gerardo Diego, Cossío, Juan de la Cierva, José Antonio Primo de Rivera, José Calvo-Sotelo, Dámaso Alonso, Gil Robles, Sanjurjo, Romanones, Portela Valladares, José María Pemán, Dámaso Berenguer, Rodezno, Antonio Tovar, Queipo de Llano, Julio Camba, Luis Calvo, Fernández Cuesta, Vigón, Francisco Franco, Jesús Pabón, Moscardó, Pilar Primo de Rivera, Dionisio Ridruejo, Serrano Suñer, Millán Astray, Pío Baroja, duque de Alba, Manuel de Falla, Julio Caro Baroja, Manuel Halcón, Areilza, Alberto Alcocer, Camilo Alonso Vega, Juan March, Valdecasas, Larraz, duque de Maura, Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón, Claudio Sánchez-Albornoz, Rodríguez-Moñino, Camón Aznar, Eugenio Fontán, Luca de Tena, Marcelo Caetano, Jesús Aguirre, Enrique Tierno Galván, Felipe González, Seco Serrano, Miguel Delibes, Raúl Morodo, Ian Gibson, Garrigues, Lázaro Carreter, García Gómez, Camilo José Cela... mantuvieron, entre muchas docenas de nombres ilustres, correspondencia con Pedro Sainz Rodríguez. Son todos los que están en el libro que el lector tiene entre las manos, pero no están todos los que son. Una tarde, don Pedro me pidió que le ayudara y destruyó delante de mí tal vez un centenar de cartas, correspondencia secreta, sobre todo política, que se refería a personas de la Familia Real y que no quería que se conocieran».
Del prólogo de Luis María Anson